Me había levantado antes de rayar el día y aún estaba medio dormido, bostezando, pero con la ilusión de presenciar un excelente espectáculo de luz y color. Y observar cómo el sol iluminaba la mar poco a poco, como si encendieran luces paulatinamente. El café ya estaba hecho. Su aroma me lo indicó. Yo permanecía en la terraza frente a la mar oscura sentado en un sillón de mimbre, oteando el horizonte y preparado para ver amanecer. Unas gaviotas alborotaban frente a mí, deslizándose y piando encima del agua a la altura de mis ojos y cayendo en picado sobre los peces. Abandoné la función por unos instantes y me metí en casa. Intenté hacer poco ruido en la cocina para no despertar a nadie y me preparé una ensaimada rellena de sobrasada que fundí medio minuto en el microondas. Me la traje a la terraza en una bandeja para acompañar al café con leche y así tomarlo todo muy caliente.
Llevábamos una semana de vacaciones y, Valencia, que se ha convertido en una ciudad negra debido al aumento escandaloso del tráfico, se me había olvidado. Ahora ya podía disfrutar de la mar como cada verano. Tocaba madera para que ninguna lluvia estival empañara el deseado descanso. Era un litoral de roca, parecido al de la isla de Mallorca, donde nací, y que me recordaba los años de infancia. Mi familia también se sentía a gusto.
Aquella madrugada era fresca. Tuve que alzarme el cuello de la cazadora, sujetándolo con la mano izquierda, para protegerme de la brisa matinal de poniente que, a esas horas, ya olía a romero. Con la otra sostenía los prismáticos para acercar la vista y poder espiar al carguero con matrícula serbia, que de detrás del cabo de San Antonio había aparecido en el horizonte que la bahía permitía observar, surcando aquella mar encendida por la incipiente aurora. La mayoría de la costa de Jávea es rocosa. Hay playas que son de piedra de canto rodado y las hay que son de arena, sucediéndose unas con otras. La roca, de Marés, se erosiona por el agua de la mar y sus posos de salitre. Se trabaja muy bien, lo que permite moldearla fácilmente. Ésta adorna y embellece los arcos y pilares de los riuraus de las casas de la zona, mostrando su color crema natural.
El sol apuntaba tímidamente. Me acerqué a la barandilla de la terraza y abandoné la escena del trayecto descrito por la estela del carguero, para poder enfocar con los prismáticos la parte central de la bahía y así observar unos vestigios flotando en la superficie de la mar, tan quieta que sus aguas parecían cubiertas por una película de plata azulada, radiante. Me dije: “serán los restos de algún naufragio de la bestial tormenta estival de la semana pasada...”
—¿Qué haces, papá? –Oí la voz de mi hijo pequeño, que salía a la terraza frotándose los ojos con el dorso de la mano.
—Estoy esperando para ver amanecer pero..., Jorge, ¿por qué te has levantado tan pronto? ¡Si aún no son las seis! ¿Es que no tienes sueño? -le pregunté.
—No, papá. No puedo dormir. Yo quiero estar aquí, contigo –dijo él, abrazándome sin acabar de despertarse.
—Bueno, coge ese jersey y te ayudaré a ponértelo, le dije. Siéntate aquí conmigo –y le acaricié el pelo, luego la cara.
Mis dos hijos habían oído durante la cena de la noche anterior, así como la familia de mi cuñado, que iba a levantarme más temprano para ver salir el sol por el horizonte. Dijeron que no tenían ganas de madrugar ninguno de ellos, ni siquiera mi mujer, que no tenía su momento romántico.
Jorge me preguntó:
—¿Por qué te gusta tanto observar la mar, papá? ¿Qué tiene de bonita? Si sólo es una gran masa de agua azul.
Sin saber todavía qué decirle, le respondí con la intención de dormirle:
—Te voy a contar una historia sobre la mar, para que opines sobre ella, o para que puedas apreciarla un poco más, incluso para que nunca la subestimes. Sobre todo, para que comprendas toda su maravilla –el niño la miraba apoyando la cabeza en mi pecho, intentando comprender. Comencé mi relato.
—La mar es como una mujer buena, apacible y bondadosa, que te lo puede dar todo en un instante: comida, goce y satisfacción. Pero pensé... “satisfacción al acariciarla y al sumergir el cuerpo en ella...” De forma pausada continué.
—Y te puede dar, además, montones de bellos momentos de calma..., en los que el alma se tranquiliza, se serena, se sosiega..., hay personas que... que no pueden estar demasiado tiempo sin acercarse a ver la mar... porque necesitan hacerlo... no sé la razón pero así es... hay una fuerza de la mar que les mueve a tener que acercarse a ella y contemplarla..., oírla..., olerla... , vivirla.... , ¿comprendes?...
El pequeño escuchaba sin entender demasiado y sus ojos comenzaban a cerrarse. Seguí.
—Por no hablar de su color o sus colores, que cambian del verde oscuro al verde claro, del azul turquesa al azul plomo –continuaba yo.
—Y también de sus olores y aromas profundos. A salitre, a brisas de mar y montaña, y a inmensidad... Incluso podríamos hablar de su música, de su arrullo y de su compañía…
Continué hablándole, muy lentamente, de mis pensamientos contrapuestos sobre la mar:
—Pero no olvides que la mar también es la mujer irascible que, en un momento de enojo, te lo puede quitar todo: amor, posesiones, incluso la vida...
. . .
Mi hijo parecía dormido. Lo tumbé en la hamaca junto a mí. No pude explicarle todos los estados, las fases y los momentos que puede tener la mar. Y el respeto que hay que guardarle, cuando nos avisa con sus guiños, de cómo serán sus próximas manifestaciones y comportamientos.
Juan-Ramón Moscad Fumadó. 970 palabras
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